jueves, 30 de junio de 2016

LOS MIL NOMBRES DE ROSALIA


Tengo tantos nombres que sólo recuerdo el primero: Rosalía Lombardo.  Soy de  Palermo, con sólo dos años de edad he vivido mucho. Fui una niña muy querida, mis abuelas prestaron sus nombres para hacer el mío. Rosa y Lía, así se llamaban, las primeras que tuve.

Unas fiebres me arrebataron la vida y fui enterrada en el Monasterio de los Capuchinos. Me acicalaron con mis mejores galas y así es como ven, todos los días de nueve a trece y de quince a dieciséis horas, los turistas de las catacumbas del Monasterio, célebres, entre otras cosas, por mi presencia.

En una pequeña oquedad me dejaron, en mi cochecito de paseo y con mi colcha preferida, junto con otros cuerpos. ¡No sabía qué ocurría! Me sentía extraña, alejada de mi habitación infantil y mis cuidados primorosos, por no hablar de las deliciosas papillas que preparaba mamá. ¡Me sorprendía tanto no tener hambre y mucho menos sueño!  No podía comunicarme con mis compañeros más cercanos. Tardé en descubrir que mi nuevo estado.

Tuve que esperar a que el abad, en una de sus visitas, descubriese que el paso del tiempo no había perturbado la dulzura de mi gesto dormido y no había rastro de descomposición en mi pequeño cuerpo. Se arrodilló y exclamó: ¡ Milagro, Señor, esto es un milagro! Tan altas eran sus plegarias que desperté entendiendo lo que decía y comprendiéndolo también.

Y así fue como comencé a tener mil nombres. Pía me llamó mi segunda madre. Durante meses escuché sus oraciones, sus deseos y su corazón y no me quedó otra que  tomar partido. Me convertí en un bebé abandonado en la puerta del Monasterio, sólo visible para sus ojos. Durante dos años crecí, de nuevo, rodeada de amor y cuidados, hasta que una caída precipitó mi nueva muerte.

Recuerdo también a Allegra, otra de mis madres, que eligió para mí el nombre de Cinnia y que vino de muy lejos a buscarme. Se extendió la noticia de que abandonaban bebés en  las puertas del Monasterio. En esa ocasión, mi muerte la produjo la caída al lago, cercano a casa.

Se sucedieron otros nombres: Daniela, Alda, Bianca, Camelia, Sylvana, Idara,  Jianna, Chiara…;  otras madres: Mia, Filippa, Nydia, Emilia, Fabrizia, Gia, Albertina, Zía, …y otras muertes: asfixia, gripe, enfriamiento nocturno, una subida de acetona…

Los tiempos han cambiado y ya no escucho tantas plegarias en el Monasterio,  mis días como hija deseada no son tan recurrentes. ¡Pero sigo viva!  A veces abro los ojos en las visitas de los jueves, por pura diversión, para ver cómo caen desmayados, con el gesto asustado y es que sigo siendo una niña a la espera de mi siguiente nombre.




jueves, 23 de junio de 2016

RITA Y ÉL.



-La ciudad ha muerto. ¡Viva el fútbol! Y seguimos contándoles minuto a minuto el comienzo de esta final de infarto- escuchó Manuel por los auriculares del móvil.
Rita y él habían quedado en la puerta del estadio. A Rita,  le importaba un carajo el deporte y mucho menos el fútbol, pero Manuel había sido tan insistente y tan embaucador, que no pudo resistirse. Además llevaban pocos meses saliendo y hasta ahora, habían hecho prácticamente lo que ella quería. Pensó que era hora de compensarle. A pesar de no soportar ir con un hombre, que estaba más pendiente de la radio que de ella, ¿qué eran noventa minutos en su vida?
Manuel saludó a los amigos. Rita estaba perpleja. ¡Todos eran iguales! Uniformados, se convertían en clones unos de otros: camiseta de España, pantalón corto, zapatillas deportivas, auriculares en la oreja derecha y una incipiente barriga. ¿De dónde sale esta gente?¿dónde han quedado los trajes y sus deportivos? ¿Y a Manuel, qué le ha pasado? si parece su padre, aparenta veinte años más. Rita está arrepentida y no deja de repetir a modo de mantra «noventa minutos, sólo noventa minutos»

Al otro lado del estadio Miguel busca una entrada de última hora. Había venido a la ciudad para participar en un programa de  televisión con la esperanza de encontrar a alguien del pasado.
Hasta el día siguiente, en que acudía al plató, no tenía mejor plan que el de intentar asistir al partido del año.
Uno de los amigos clonados de Manuel dijo que estaría dispuesto a pagar unos diez mil euros por una entrada. Rita no se lo pensó dos veces y le endosó la suya, mientras hacía carantoñas a Manuel,  diciéndole al oído: cariño, no te preocupes, disfruta con tus amigos, que luego lo haremos tú y yo, como toca, en el mejor hotel de la ciudad. Te esperaré por aquí, cielo., total, sólo son noventa minutos.

        Rita escapa de la bola humana que rodea el estadio y se da de bruces con un bingo. Piensa que es un buen día para probar y entra. Le indican que no es posible, no hay nadie para jugar, el partido les ha dejado de brazos cruzados. De nuevo en la calle se dirige a unos grandes almacenes que estaban cerca, aunque no eran sus preferidos haría el esfuerzo de gastar algo de dinero. ¡Fue imposible! ¡No vio nada que le gustara! Así que optó por unirse al enemigo, después de llamar al mejor hotel de la ciudad y reservar la suite, y ver el resto del partido en un bar cercano.
        Todos los bares de la zona están llenos, oía el avance del partido por los goles que salían a gritos. Eligió uno, avanzó entre testosterona hasta el final y se dedicó a observar. Una silueta le resultaba vagamente conocida, le hizo recordar su Cuba adolescente.
        Tan ensimismada estaba en sus pensamientos, que no le vio venir, no vio cómo se abalanzaba hacía ella, diciendo su nombre: Rita, Rita, ¿verdad que eres tú? ¡Qué alegría! Ven, déjame verte. ¡Estás tremenda, mi amol! Un goolllll interrumpió los abrazos y Rita reaccionó.
       - ¿Miguel, eres tú, Miguel? ¡ No puede ser, cuánto tiempo ¡ Pero…
Y entre goles, le contó que jamás pudo olvidarla, y al enterarse del programa de televisión que ofrecía segundas oportunidades, no dudó en contar su historia y encandilar a los productores, que le pagaron el viaje de La Habana a Madrid. Mañana tenía que reunirse con ellos para la primera entrevista.
Miguel llamó a la redacción y les contó lo sucedido. Le mandarían un chofer al Ritz, para llevarle a plató. Rita le hizo prometer que jamás vería el fútbol, mientras estuviesen juntos. No quería volver a enfrentarse a noventa minutos.
Desde la cama king size del hotel, no deja repetir: noventa minutos, noventa minutos.  Lo que dura un final. Pobre Manuel.



© Historias de Eva, S.L.
Maira Gall