Sábanas
al sol los viernes, todos los viernes. Tendidas, se antojaban velas a punto de zarpar
entre los naranjos que rodeaban la casa. Y las ventanas abiertas de par en par,
respirando aire limpio para soltarlo por la noche entre jadeos.
Peluquería
los sábados, allí mismo, en casa. Los días claros, la mayoría, en el porche
trasero y cuando la lluvia les saludaba, dentro. Y visita al mercado, ¡claro! Cada
semana le tocaba a una bajar. Además de frutas y verduras, traían
trapos, ropa interior y los encargos personales.
El
fin de semana se llenaba de gente. No daban a basto para reponer toda la
mercancía. Había mucho que hacer.
No
estaba cerca de ningún sitio, pero todos sabían cómo llegar a la finca. En la entrada
principal, habían dispuesto una zona de aparcamiento, muy rústica. Todavía
conservaba intactas la rejería de los balcones de la fachada y las baldosas decoradas, el resto se había ido modificando. Una sucesión de pasillos lo
habitaban.
Los
lunes se colgaba el cartel de «Cerrado por descanso del personal». Entonces se
podía oír el rumor del agua en la acequia cercana, algún tractor, el murmullo de las chicas hablando por sus móviles o jugando al sambori en el
porche trasero.
Los
martes, la casa empezaba de nuevo a recibir visitas. Los miércoles se conocían
como «noche oriental» porque la mayoría
eran chinos. Y desde que alguien inventó los juernes, era el día de más afluencia,
incluso superaba la del fin de semana.
Y en esa sucesión de días, la
masía seguía acogiendo y soportando cuerpos en busca de sexo y de vidas nuevas,
según el lado de la cama que ocupasen.