miércoles, 3 de julio de 2013

MANÍA

 Siempre andaba mirando al suelo, no era timidez como podrían deducir al observarla, sino la idea infantil de que si fijaba la vista en el pavimento se encontraría dinero.
   Esta costumbre comenzó el día que aparecieron a sus pies un par de billetes de cien de las antiguas pesetas y le había causado muchos problemas en su vida.
   Podía hablar de los diferentes suelos de los países que había visitado y poco de sus edificios más emblemáticos. Era capaz de distinguir perfectamente el adoquín romano del lisboeta, incluso el holandés, apreciar el suelo de madera de la plaza  de Armas de la Habana (con el único fin de minimizar el ruido de los carruajes coloniales) y describir con detalle el óptico parqué del Louvre.
   Por no hablar de sus relaciones con el género masculino, que le atribuían una gran dosis de pudor e introspección en sus paseos, cuando sólo se trataba de una  costumbre infantil.
   Fue consciente realmente de su problema, el día que su novio piloto le pidió matrimonio con un cartel volador; cuando todos su amigos le felicitaron por el enlace y ella no sabía a qué se referían.

   Así que estuvo pensando cómo ponerle fin a esa desafortunada costumbre y el verano fue su aliado. Tenía unas sandalias cómodas, adornadas con unos pompones horribles; pensando cómo darles un nuevo uso, apareció su brillante idea. Los arrancó y en su lugar puso, lo que en la foto se aprecia.

   Así tenía la seguridad, que siempre encontraría dinero, al mirar al suelo. Con esa sencilla acción, pudo disfrutar ese verano de la nueva petición que su novio le hizo, esta vez en globo y con dos copitas de champagne. Mirándole a los ojos, le dijo sí.


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