Siempre andaba mirando al suelo, no era
timidez como podrían deducir al observarla, sino la idea infantil de que si fijaba la vista en el pavimento se
encontraría dinero.
Esta costumbre comenzó el día que
aparecieron a sus pies un par de billetes de cien de las antiguas pesetas y le había
causado muchos problemas en su vida.
Podía hablar de los diferentes suelos de los
países que había visitado y poco de sus edificios más emblemáticos. Era capaz
de distinguir perfectamente el adoquín romano del lisboeta, incluso el holandés, apreciar el suelo
de madera de la plaza de Armas de la Habana (con el único fin de minimizar el ruido de los
carruajes coloniales) y describir con detalle el óptico parqué del Louvre.
Por no hablar de sus relaciones con el
género masculino, que le atribuían una gran dosis de pudor e introspección en sus paseos, cuando sólo se trataba de una costumbre infantil.
Fue consciente realmente de su problema, el día que su
novio piloto le pidió matrimonio con un cartel volador; cuando todos su amigos
le felicitaron por el enlace y ella no sabía a qué se referían.
Así que estuvo pensando cómo ponerle fin a esa desafortunada costumbre y el verano fue su aliado. Tenía unas sandalias cómodas, adornadas con unos pompones horribles; pensando cómo darles un nuevo uso, apareció su brillante idea. Los arrancó y en su lugar puso, lo que en la foto se aprecia.
Así que estuvo pensando cómo ponerle fin a esa desafortunada costumbre y el verano fue su aliado. Tenía unas sandalias cómodas, adornadas con unos pompones horribles; pensando cómo darles un nuevo uso, apareció su brillante idea. Los arrancó y en su lugar puso, lo que en la foto se aprecia.
Así
tenía la seguridad, que siempre encontraría dinero, al mirar al suelo. Con esa
sencilla acción, pudo disfrutar ese verano de la nueva petición que su novio le
hizo, esta vez en globo y con dos copitas de champagne. Mirándole a los ojos, le dijo sí.
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