No hay nada como saber, cuándo vas a morir, para ocuparte de los
asuntos más tediosos del reino, como comparecer en la rueda de prensa relacionada
con la noticia publicada en todos los medios: “Los hombres no tienen sangre”.
Mi nombre es Adán I y soy el príncipe de Liechtenland. La
mayoría de la gente ni siquiera es consciente de nuestra existencia no nos
prodigamos mucho en ferias de turismo y hemos hecho del secreto bancario
nuestra bandera.
De mi padre aprendí todo lo que soy como monarca. También que los
secretos no duran eternamente.
En un territorio como en el que reino, donde hay más empresas que
personas, me enfrenté por primera vez en nuestra historia, a un serio problema
de liquidez. Tanto nos habíamos preocupado de guardar los secretos de otros,
que cuando se destapó la trama de blanqueo de capitales, rápidamente nos
señalaron en el mapa. Y nuestros inversores, asustados ante la posibilidad de
que sus nombres se revelasen, decidieron retirar sus depósitos y extinguir sus
sociedades. Mi reino carecía de fuente alternativa al producto interior bruto
(PIB) y aunque seamos un país pequeño, apenas una extensión de ciento setenta
kilómetros cuadrados, tenemos grandes necesidades.
Tomé una decisión difícil, estrambótica quizás, pero absolutamente
necesaria. Acudí a las oficinas centrales de una conocida cadena de clínicas de
reproducción asistida, para ofrecer el semen de mi pueblo. Como les informé en
la reunión concertada, mis conciudadanos están acostumbrados a practicar esquí,
cuentan con una buena alimentación gracias al ganado vacuno que pasta en
nuestras montañas y son una población joven, con lo que les garantizaba una
extracción de calidad y numerosa. Con su pago haríamos frente a las necesidades
más urgentes que mi pueblo requería. Sabía de la provisionalidad de la medida
pero confiaba en la buena calidad del fluido, en la repetición de las
extracciones y por qué no decirlo, en extender nuestros genes por el resto
del continente.
Mi pueblo participó con gran alegría en tan peculiar convocatoria.
Tuvimos un revés, las primeras muestras analizadas por la compañía, no fueron muy satisfactorias. En nuestra
íntima cosecha había cantidad pero la calidad no era buena. Argumentaron que a
pesar de ser una población joven, durante años, no nos habíamos mezclado con
otros individuos, que teníamos antecesores comunes y eso era causa de la baja
calidad.
De nuevo me devané los sesos para conseguir la liquidez que tanta
falta nos hacía. Promulgué un Decreto convocando a todos los varones, mayores
de edad y de más de cincuenta kilos de peso, a donar su sangre. El total de las
extracciones iría a parar a un hospital cuyo nombre mantendré en secreto (hay
costumbres que no se olvidan).
Sé que moriré dentro de una semana y la rueda de prensa ya ha tenido
lugar. El tiempo apremia, he procurado que mi hijo, Adán II, tenga los
recursos necesarios para continuar reinando. El contrato con el hospital, tiene
una duración de diez años; tiempo más que suficiente para buscar otras
alternativas al mantenimiento de nuestro PIB. Mientras mis conciudadanos
tendrán que seguir dejándose la sangre por su país.
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