Tengo tantos nombres que sólo recuerdo el primero: Rosalía Lombardo.
Soy de Palermo, con sólo dos años de edad he vivido mucho. Fui una niña
muy querida, mis abuelas prestaron sus nombres para hacer el mío. Rosa y Lía,
así se llamaban, las primeras que tuve.
Unas fiebres me arrebataron la vida y fui enterrada en el Monasterio de los
Capuchinos. Me acicalaron con mis mejores galas y así es como ven, todos los
días de nueve a trece y de quince a dieciséis horas, los turistas de las
catacumbas del Monasterio, célebres, entre otras cosas, por mi presencia.
En una pequeña oquedad me dejaron, en mi cochecito de paseo y con mi colcha
preferida, junto con otros cuerpos. ¡No sabía qué ocurría! Me sentía extraña,
alejada de mi habitación infantil y mis cuidados primorosos, por no hablar de
las deliciosas papillas que preparaba mamá. ¡Me sorprendía tanto no tener
hambre y mucho menos sueño! No podía comunicarme con mis compañeros más
cercanos. Tardé en descubrir que mi nuevo estado.
Tuve que esperar a que el abad, en una de sus visitas, descubriese que el
paso del tiempo no había perturbado la dulzura de mi gesto dormido y no había
rastro de descomposición en mi pequeño cuerpo. Se arrodilló y exclamó: ¡
Milagro, Señor, esto es un milagro! Tan altas eran sus plegarias que desperté
entendiendo lo que decía y comprendiéndolo también.
Y así fue como comencé a tener mil nombres. Pía me llamó mi segunda madre.
Durante meses escuché sus oraciones, sus deseos y su corazón y no me quedó otra
que tomar partido. Me convertí en un bebé abandonado en la puerta del
Monasterio, sólo visible para sus ojos. Durante dos años crecí, de nuevo,
rodeada de amor y cuidados, hasta que una caída precipitó mi nueva muerte.
Recuerdo también a Allegra, otra de mis madres, que eligió para mí el
nombre de Cinnia y que vino de muy lejos a buscarme. Se extendió la noticia de que
abandonaban bebés en las puertas del
Monasterio. En esa ocasión, mi muerte la produjo la caída al lago, cercano a
casa.
Se sucedieron otros nombres: Daniela, Alda, Bianca, Camelia, Sylvana,
Idara, Jianna, Chiara…; otras
madres: Mia, Filippa, Nydia, Emilia, Fabrizia, Gia, Albertina, Zía, …y otras
muertes: asfixia, gripe, enfriamiento nocturno, una subida de acetona…
Los tiempos han cambiado y ya no escucho tantas plegarias en el Monasterio,
mis días como hija deseada no son tan
recurrentes. ¡Pero sigo viva! A veces abro los ojos en las visitas de los
jueves, por pura diversión, para ver cómo caen desmayados, con el gesto asustado
y es que sigo siendo una niña a la espera de mi siguiente nombre.
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