PONTE MIS ZAPATOS
El
día amaneció lluvioso y a pesar de ello, la mayoría de puestos del Rastro
mantuvieron su cita del domingo. La
tienda a esa hora no estaba muy concurrida. Un sinfín de cachivaches se
extendían por el suelo y paredes, solo en las perchas estaba la ropa ordenada
por colores.
La
venta de ese maremágnum se destinaba a la investigación del síndrome de piel de
mariposa, una enfermedad genética que hace que tengas la piel tan sensible como
las alas de mariposa, de ahí su nombre.
Suele
ocurrir que en todas las despedidas, son los objetos los que te siguen uniendo
a las personas de las que de manera voluntaria o involuntaria (muerte) se
alejan de ti. Darles una segunda oportunidad a esos objetos es una forma de
liberación en el primer caso o de apego a los que se han ido en el segundo.
Entró
con una gran bolsa y al hacerlo sonó un tintineo de cascabeles para avisar a
las voluntarias que a esa hora estaban
en la trastienda. Había llevado los trajes de chaqueta de su padre, las camisas
de vestir, cazadoras de todas las tallas que había tenido y sus últimos
zapatos. Los donó a la tienda, sintiendo una punzada de arrepentimiento… sólo
eran objetos, pero eran suyos! Algunos todavía conservaban su olor.
Se
quedó merodeando por la tienda, le costaba decir adiós a sus cosas, tanto como
le costó darse cuenta de que no podría volver a oír su voz. Se entretuvo en la
cesta de libros, luego revolvió sin ganas las perchas y sopesó la compra de
alguno de los bolsos expuestos en las estanterías.
El
tintineo de la puerta volvió a sonar, un hombre de unos cuarenta y cinco años,
con un paraguas medio roto y unas gafas llenas de gotitas entró. Saludó con
acento francés y se acercó al mostrador a preguntar si había entrado algo
nuevo.
Y
la magia de la comunicación no verbal se hizo patente. Una de las voluntarias
la miró, ella asintió, a su vez la voluntaria asintió con la cabeza al hombre e
hizo un ademán con la mano para que esperase. Se metió a la trastienda y sacó
las bolsas de ropa y zapatos que esa misma mañana ella había donado.
El
salió de la tienda, con las gafas secas, zapatos nuevos y un par de pantalones
y la promesa de venir a por más. Ella salió con una gran sonrisa y la certeza de saber que las suelas de su padre
todavía andarían muchos kilómetros y sus pantalones andarían de nuevo por el
centro de Madrid que tanto le gustaba y el plus de colaborar con un síndrome tan
jodido como bonito su nombre.
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