I
Era
más fuerte que yo: cada vez que conocía a una muchacha se la presentaba a
Rigamonti; y él, regularmente, me la soplaba. ¡Estábamos condenados a
entendernos! Así era nuestro trabajo, de nada servía lo que yo opinase de sus
procedimientos, lo importante era el resultado y, hasta la fecha, seguíamos siendo
los mejores con las pelucas. Recuerdo la entrevista en la que me preguntaron,
cómo me inicié en tan peculiar mercado; si tuviera que buscar una razón,
probablemente sería la imagen de Gina, (prima tercera por parte de padre), en
la playa del Lido, en el verano del 77. No era una gran melena (eso lo sé
ahora), fue el efecto de su pelo mojado sobre la espalda y los cientos de
riachuelos que la recorrían, lo que me turbó. Aunque esto último, tardé en
comprenderlo. Estudié ingeniería, como era de esperar, ya que era primogénito.
Me licencié cum laude y ejercí durante diez años. Hasta que la imagen de Gina,
mi tropiezo con Rigamonti y el peso de
mi apellido se conjuraron.
II
Nuestro
encuentro fue de impacto. Montibello, andaba siempre mirando al suelo con tanta
intensidad, que parecía ser capaz de ver el núcleo mismo de la tierra. Fue en
la esquina de la strada Pettine. Se disculpó. Me ayudó a colocar, en mi
trasportín, las cajas. Una se abrió y la curiosidad le pudo más que la timidez.
Me acribilló a preguntas de toda índole, acerca de su contenido ¿cómo se conseguía
el pelo? ¿Con qué se cosía? ¿Qué productos se ponían para que se mantuviese
sedoso?. Le tuve que frenar, llegaba tarde a la entrega. Ante su insistencia,
quedamos en el café “Il Barber” al día siguiente. Fui contestando pacientemente
cada una de sus cuestiones. Menos una.
III
-¿Te
lo puedes creer? Te aseguro que todavía estoy en shock. Si es que… no sé ni
cómo pasó. Vente a casa y te lo cuento, anda.
-Dame
diez minutos- contestaron al otro lado del teléfono.
-A
ver si me aclaro, Gina, estabas en el café “Il Barber” con éstas y sentó con
vosotras, ¿así, sin más? ¿y qué hiciste?- preguntó la vecina
-Pues
lo primero pedirle que se presentara, ¡era tan guapo! y, luego claro, que nos
explicara por qué lo había hecho. Pero no nos dio oportunidad. En cuanto le
dije mi nombre, empezó a preguntarme sobre el champú que usaba, cómo mantenía
mi moreno, cada cuánto me lavaba el pelo… ¿es raro, verdad? Pero no acabó ahí
la cosa. No dejaba de dar la tabarra con su amigo Rigamonti. Tanto insistió que
accedimos a que viniese.
-¿Y
qué pasó, vino el amigo?- seguía preguntando la vecina, cada vez más intrigada.
-¿Que
si vino? Lo que vino fue un armario de dos por dos, de ojos pequeños y nariz
prominente. Montibello, el guaperas, nos presentó a su amigo.
-¿Y
qué pasó, Gina? ¡Cuéntamelo ya!, ¡me va a dar algo!-contestó de nuevo.
-Allí
estuvo, sentado como un pasmarote sin decir nada. Se levantó y le sopló la
oreja a su amigo. Luego se fueron.
-
Entonces…¿tú crees que han podido ser ellos?-
-
Montibello, el guaperas, me pidió el teléfono. Ayer llamó para vernos. Quedamos de nuevo en el café. Y ¡no recuerdo
nada más!¡Nada más!
Gina,
empezó a llorar, tocándose la cabeza, por si
aparecía de nuevo su hermosa melena.