miércoles, 27 de octubre de 2010

MAS CHULA QUE UN OCHO

Soy más chula que un ocho, tanto como para atreverme a darle a una conocida escritora uno de mis escritos, concretamente el que a continuación os dejo. Lo escribí hace tiempo y la casualidad o la causalidad, ¿quien sabe? hizo que una compañera de trabajo me dijera que estaba en Valencia, presentando su último libro y que seguramente firmaría luego ejemplares. Allá que nos fuimos las dos.
La sala estaba llena de gente y hacía mucho calor, después de hablar de su proyecto literario y atender a la rueda de preguntas de los allí presentes, comenzó la firma de ejemplares. Se formó una fila anárquica, como siempre ocurre, y con paciencia y mucho calor allí estábamos, esperando nuestro turno.
Y llegó el momento en que nos vimos frente a frente, le pedí si podía hacerme una foto con ella, a lo que accedió y cuando iba a firmar mi ejemplar, le dije que me había tomado la libertad de entregarle algo que había escrito.
De nuevo la casualidad o causalidad, hizo que un desconocido me diese fuego, sin cruzar palabra, mientras trasteaba buscando el mechero en el bolso, con  el móvil en la oreja, para a continuación encontrarme con M. y unos amigos. Me sentí como Umbral: "He venido aqui a hablar de mi libro". La noche acabó con risas y cervezas.

Ahí os dejo, la foto y el escrito. Espero que lo disfrutéis tanto, como yo lo hice al escribirlo.


¿Qué pasaría si… al despertarme un día fuese Almudena Grandes?
 
Me daría un susto tremendo al mirarme al espejo, aunque me reconocería, estoy segura, mi pelo seguiría siendo moreno, más largo desde luego y mi cara tendría más arrugas de expresión; con seguridad diría:
-       ¡Coño!, Soy Almudena Grandes.
 
Y con este nuevo aspecto, metida en su piel, disfrutaría de sus ojos para ver historias en cualquier detalle, en cualquier persona y me lanzaría a las calles de Madrid: a empaparme de sus gentes; a pisar el suelo donde tantas cosas han pasado; a disfrutar de unas cañas y unas tapas, rememorando los tiempos en donde el viajero era agasajado con un trozo de queso para que no sufriese de los desmayos propios de la ingesta de alcohol en ayunas; a recorrer las estaciones de metro que sirvieron de refugio en la cercana guerra civil; a pasear entre los árboles centenarios del Retiro y buscar las pocas ardillas que quedan; a ver la Cibeles y Neptuno e imaginar unos esponsales que nunca llegan; a recorrer los muros de las Descalzas Reales imaginando amores imposibles; a mezclarme con las cientos de nacionalidades del barrio de Lavapies; a perseguir una imagen de San Miguel entre las almonedas calorras del Rastro; a criticar a Gallardón y su Madrid faraónico; a invocar a los muertos en el mágico templo de Debod; a sentarme en una de las terrazas de Pintor Rosales escuchando conversaciones ajenas y luego volver a casa andando, por esa ciudad caótica, dejando reposar los detalles, las sensaciones, el impulso de querer saber más…dejarlo macerar como unos buenos boquerones en vinagre y pasado tres días, enfrentarme al papel en blanco,  pidiendo ser usado…
    
     Poco a poco aparecen unas letras: redondas, claras, legibles al principio, a medida que avanzan por el inmaculado papel se convierten en garabatos picudos, esbozos de caligrafía, signos y abreviaturas ilegibles al profano; que van adquiriendo significado unos detrás de otros. Y tras el primer folio, un descanso, para tomar perspectiva, intentando saber si tengo una historia o solo un boceto más que guardar durante meses, para luego ser desterrado del cajón de las ideas y acabar en el contenedor de papel reciclado.
 
     A veces ocurre que al otear los folios escritos, mis líneas se convierten en olas arribando a una playa tranquila y desierta; movidas por una corriente suave. Y sólo entonces pienso que mi próxima historia está ahí, en ese mar de palabras donde los personajes ya se han bautizado y pasito a pasito comienzan a moverse con facilidad por el fluido lingüístico que les he creado y ellos, en compensación, me crean a mí, haciendo que me sumerja en lugares donde quizás no haya estado nunca, sienta emociones que todavía no me ha tocado vivir, sufra y disfrute con ellos, creciendo a su ritmo, unas veces con más acierto que otras; inundando de sustantivos, adjetivos y verbos, los folios en las semanas siguientes. Y volver a los autobuses atestados de gente, escuchar el silencio sonoro del jardín del Museo Sorolla, andar entre los sarcófagos en el Arqueológico, perderme en los paisajes surrealistas de los cuadros de Dalí, sólo por el puro placer de despistar a los personajes, de que crezcan en mi ausencia y maduren sin mi mano protectora… para encontrarlos ansiosos por mostrarme sus logros, por sorprenderme con sus andanzas… así hasta llegar al fin de sus días, cuando sus bocas no tengan nada que decir y no me necesiten. Cuando vivan y muera por mí, con la misma intensidad que yo lo hago con ellos.
 
     Y después sólo después… despertarme un día siendo Eva María Sánchez López.

1 comentario

  1. Yo un día me desperté siendo Eva María Sánchez López y la verdad es que no se estaba nada mal

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Maira Gall