Mi éxito con las mujeres siempre fue relativo, en realidad nulo, mis amigos me apodaron "el penas". Pero eso acabó el día que fui al médico y no porque hubiese cura para lo mío, sino porque me pidió un análisis de sangre, padezco de exceso de hierro en sangre. Y conocí a Celia, la enfermera encargada de la extracción. Todo mi mundo cambió.
¡Era tan muy especial! Con su mirada penetrante te escaneaba y te hacía sentir la única
persona del universo. Me solía decir con su voz susurrante: «Amor, sin ti yo
muero» y
nunca la creía. Pensaba que
eran frases hechas de enamorados.
Sentía
algo eléctrico cuando estaba cerca. Mi cuerpo respondía sin control a sus
caricias. Su voz poseía un timbre íntimo, envolvente, metálico en ocasiones,
que todavía recuerdo por las noches. Aprendí cada uno de sus recovecos, dibujé
el mapa de sus lunares y lamí el único lunar que encontré en su anatomía. Era capaz de oler mi deseo,
aunque estuviéramos separados.
Celia
me comprendía como nunca lo había hecho otra mujer, me convirtió en el centro
de su existencia, en su dios y señor. Y con mi falta de experiencia con las mujeres, sólo se me ocurrió pedirle matrimonio y prometerle que siempre contaría con mi sangre. Detalle que atribuí a su profesión. La ceremonia fue preciosa según me dijeron. A Celia la recuerdo radiante. Al besarla me dio un chispazo y no dudé en que eso era lo que llamaban la chispa del amor ¡Estaba tan feliz!
Ya
en nuestra suite nupcial, con su voz susurrante y algo metálica me dijo al
oído: «¡Amor, mira». Lentamente fue quitándose el vestido, hasta quedarse tan sólo en ropa interior. Se dio la vuelta para mostrarme su espalda perfecta y señalando el único lunar, que yo había lamido tantas veces, se lo tocó. Oí un chasquido y su voz: ¡Esta soy yo amor! Celia fue retirando su piel para mostrarme las partes de su endoesqueleto.
Era mi mujer ¿qué otra cosa podía hacer? Eso
ocurrió el siete de agosto, en nuestra noche de boda, en plena celebración.
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