lunes, 3 de enero de 2011

El HUECO DE LAS PUERTAS


Hoy he desayunado una lista de propósitos de nuevo año, ajenos. En mi caso, las listas empiezan en Septiembre, con el curso escolar...y me he acordado de una historia que escribí hace tiempo para una amiga y cómo en el fondo todos somos iguales, aunque queramos ser diferentes, hago pública la historia y se la dedico a un amigo y a sus estrenados propósitos. Ahí va:

EL HUECO DE LAS PUERTAS

     La puerta de la casa era recia, apenas se utilizaba. Para entrar y salir de ella, se utilizaban otras, aunque por su tamaño y disposición no facilitasen el acceso. Así era la casa. El arquitecto aplicando un concepto filosófico a la construcción optó por dotar a la misma de una única entrada, franqueada por un portón de iroko, alto, ancho y pesado.  Era su carta de presentación, un escudo protector  para salvaguardar el descanso del guerrero. El resto de puertas eran más humildes, de uso exclusivo del propietario.
     Cuentan los cronistas que un día de Agosto, algo cambió en la casa. Durante semanas sopló viento, las nubes  despistadas sin saber que camino tomar, el sol pretendía imponer su fuerza y el mar… seguía su cadencia con resignación. Diseñada y construida como un ente vivo, esa jornada tomó las riendas… Las grandes y pesadas placas de iroko se deslizaron con suavidad, a pesar de no haber sido abiertas en mucho tiempo, dejando que sus betas recibieran la intensidad de la luz, sus dinteles se acomodasen a la humedad reinante a esas horas y sus goznes sintieran todo su peso en movimiento.
     Ahí apareció el primer hueco.
     Tan intenso y tan profundo fue el hueco, que mantuvo a la casa abierta de par en par, durante semanas, meses;  en los que se celebraron todo tipo de cambios: desde la sombra en forma de mapamundi proyectada en la pared hasta el vuelo de las primeras moscas…. El descanso del guerrero fue interrumpido.
     -La exposición, las veinticuatro horas del día, a agentes externos, traerá problemas-dijo el arquitecto… Y si no.. al tiempo-sentenció.
     Así ocurrió. No tardó en aparecer en la pared orientada al sur, la más expuesta al sol, unas manchas grisáceas, que a los ojos de los transeúntes se antojaban garras de dragón.
     Los viejos del lugar cuchicheaban: “… que poco dura la alegría en casa del pobre”.
     El arquitecto no paraba de repetir, como si de una letanía se tratase “lo avisé, lo dije, sabía que ocurriría”.
     Las garras del dragón crecieron por el resto de las paredes, la casa antaño luminosa se tornó oscura, su gran puerta de iroko, comenzó a chirriar, los vanos angostos tomaron protagonismo y la humedad la dotó de un olor a muerte…
     Y ahí apareció el otro hueco.
     Complementario del anterior. Hueco ausente. Un hueco doloroso, que hizo que la casa tomase conciencia de una pérdida. Esa que no se consuma inmediatamente, si no la que va minando día a día; la que te hace saber que no tendrás aquella sensación, que serán otras y no esa, que es la que quieras; la que te hace sentir un regusto a sal en la boca, por que necesitas seguir sintiéndote vivo, la que te hace esperar un fantasma en cualquier esquina con cara sonriente y con palabras mudas que digan: aquí estoy por ti; la que golpea tu nariz con aromas conocidos y provoca un estremecimiento…
    Por que en ocasiones, las puertas para abrirse tienen que cerrarse y viceversa y en su movimiento está la vida.
    ¡Por tus puertas, B.! Y deja de pillar resfriados, por favor.

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